Todo arte intenta ordenar el mundo. En el caso de la pintura el intento se produce en un espacio físico concreto que es, además, limitado. Al no poder expandirse más allá, cuando no es mera ilustración, la pintura mira principalmente hacia sí misma. El afán que la rige es buscar una cierta armonía a partir de elementos inarmónicos surgidos en su propio seno, pero cuidando, para no simplificarse, de que en el tránsito lo inarmónico no se desvirtúe ni pierda su carácter desestabilizador. Si no hay lucha, y esta no aflora a la superficie aunque sea de forma sutil, cabe decir que no hay pintura. Su peculiaridad frente a otras artes es que permite al espectador participar de dicha dialéctica, contemplar a la vez el proceso y el resultado, y hacerlo con la inmediatez de un vistazo.
La pintura de Juan Giralt nace de ese convencimiento y con él se crece. Su apuesta estilística reside en subrayarlo hasta el límite, de ahí la variedad de elementos en apariencia contradictorios presentes en sus obras: por un lado, el esfuerzo constructivo que se refleja en la división geométrica del espacio, y, por otro, los procedimientos (la gestualidad, el collage, la inclusión de palabras) con los que se dedica a romperlo, a darle la vuelta y pervertirlo a través de un constante juego de espejos en el que cada apuesta formal, cada decisión, incluye también su contraria.
Marcos Giralt Torrente
(Extracto de “Juan Giralt y la pintura”, artículo publicado en la revista Masdearte, 8 de abril de 2001)