Si uno se fija en los cuadros, papeles, recortables, collages, que Juan Giralt realizaba en los últimos años 60 y los primeros setenta, llama poderosamente la atención el estallido de originalidad, de expresividad nueva; de frescura creativa, de maestría, en suma, que ya entonces Juan Giralt ponía de relieve en cada uno de sus trazos, en sus ideas plásticas, en esas composiciones que todavía hoy chisporrotean como el primer día. Toda una época se nos viene, como una oleada, al conjuro de esas obras. Pero no es solo eso. Es que, además, Juan Giralt, en esos años cruciales de la pintura española, estaba contribuyendo como pocos a los cambios estéticos y expresivos más promisorios; y su contribución no era en absoluto menor que la de otros artistas coetáneos que tal vez nos resultan más conocidos sólo porque sus nombres se han filtrado con más facilidad en las «nomenclaturas».
Pero los registros onomásticos son de naturaleza demasiado fútil, se rehacen cada año, y el tiempo pasa. Y lo que ahora tenemos de Juan Giralt es la obra de hace veinte años, pero sobre todo la de estos últimos. Hay en esta muchas cosas que me fascinan, pero no sé si acertaré a expresarlo; la tarea no es fácil. Empezaría por algo muy simple. Diría que es la obra de un ensimismado, en el sentido de que el artista ha ido labrando en su interior todo un universo de formas y paisajes que, en cada uno de sus cuadros, explora una y otra vez, sin esquivar ninguna de las rutas posibles. Nada queda en ella de las conflagraciones que eran, en otro tiempo, sus muñecos, sus figuras inverosímiles, sus pequeños escenarios de la esquizofrenia, a caballo entre la viñeta de un cómic y las explosiones que conmovían al mundo en el atolón de Muroroa. El inmenso hongo se disolvió en la estratosfera, y lo que de él subsiste es sólo una imagen fantasmática de documental repetitivo. Pero queda algo todavía más importante: el largo crepúsculo. Eso, el largo crepúsculo, con sus imágenes fantasmales, es, creo yo, lo que da un especial carácter a la obra última de Juan Giralt, lo que hace de sus cuadros compendios de una manera muy personal de ver y vivir nuestro tiempo. Es como si los colores se neutralizasen, y lo que quedase en el recuerdo fuera un verde profundo que nace de una tierra empapada. Pues bien, en ese paisaje que es solo una idea -mejor, una ideo-vivencia-, afloran, discretamente, las escenas más diversas; escenas casi soñadas, que nos transportan por el diario de un viajero que efectúa su larga marcha, a la vez, por el ancho mundo y por las cuatro paredes de su estudio.
Ignacio Gómez de Liaño.
(Extracto de “Juan Giralt”, texto del Catalogo de la exposición en la Galería Arco Romano de Medinaceli, 1992)