La bella lección del mestizaje pictórico
Han pasado ya, quién lo diría, 30 años desde que Juan Giralt (Madrid, 1940) expusiera, por primera vez, en la legendaria Galería Vandrés, y apenas unos menos desde que allí mismo exhibiera sus primeros dibujos y collages, con cuya estética guarda no poca sintonía la obra presente, pero, pase lo que pase, el pintor sigue en la brecha de la pintura. Ciertamente, resistir en arte es muy importante, pero, además, cuando se trata de pintura, rehaciéndose con su larga historia a la espalda, imprime al heroísmo un cierto tinte melancólico. La estrategia empleada por Giralt para sobrevivirse es, en todo caso, la más verosímil, pero también la más difícil y comprometida: hacer de la pintura una experiencia, una ascesis, un saber, la única forma de poner coto a los estragos del tiempo.
El modelo estético de Giralt para acceder a esta ciencia, ahora ya lo podemos corroborar, ha sido Matisse, el mejor ejemplo al respecto en la pintura del siglo XX; su formulación concreta actual tiene que ver con su personal historia y con su refinamiento, que es mucho, además de con el espíritu sintético con que los mejores pintores de hoy desglosan el cuadro y lo reconstruyen a partir del millar de elementos heteróclitos que han terminado por meterse en él. Es lógico, porque, si la pintura merece durar, ha de caberle todo, técnicas, estilos, gestos y guiños. La generación a la que pertenece Giralt, emergente entre los sesenta y setenta, tuvo un buen entrenamiento para ello, pero lo, a mi juicio, maravillosos de este pintor es cómo ha perseverado en este mestizaje sin perderle el gusto, transmitiendo cada vez mayor agrado. Toda nuestra historia no sea quizá ya sino un collage, pero qué impresionante es saber transmitirlo en términos de espacio y que nos resulte bello.
El País, 31 de marzo de 2001, crítica del la exposición en la Galería Antonio Machón.