Evocación y alabanza de Juan Giralt
Conocí a Juan Giralt a principios de los años 70 en Madrid. Él era uno de los artistas principales de la modernísima Galería Vandrés, dirigida por Fernando Vijande con la colaboración de Marisa Torrente, y yo empezaba mi andadura profesional en Grupo Quince, un espacio multifuncional -taller de grabado, editora y galería- que estaba muy cerca de Vandrés . Gracias a esta cercanía y a los intereses y las amistades comunes era frecuente que quienes formábamos el equipo de Grupo Quince, asistiéramos a las inauguraciones y performances de los artistas de Vandrés y que ellos hicieran lo propio en las nuestras. No faltaba mucho para la muerte del dictador; eran tiempos exaltados, pletóricos de esperanzas, en los que casi todos los que participábamos de la efervescencia cultural compartíamos un mismo objetivo: el deseo de que la escena artística madrileña y por extensión española, pese a las limitaciones impuestas por la dictadura, no se distinguiera de la de otras capitales europeas. Cualquiera que vea fotos de la época y que se informe mínimamente de las exposiciones y de los debates estéticos que nos ocupaban concederá que el objetivo se logró.
Pese a su juventud, Giralt tenía por entonces una trayectoria considerable. Procedía del informalismo, había militado en el expresionismo post CoBrA y desde mediados de los años 60 practicaba una figuración que en sus primeras concreciones había buscado el espejo de Bacon y luego se había radicalizado bajo el influjo del pop. De su evolución a lo largo de esa primera etapa había ido dejando constancia en sus tempranas exposiciones de Amsterdam, de Sâo Paulo, de Madrid…, así como en bienales y ferias internacionales: de tal forma que a la altura de 1972, con 32 años, cuando inauguró la primera de las tres individuales que celebraría en Vandrés, no sólo era un artista experimentado sino que tenía ya lo más difícil: un estilo y una personalidad reconocibles. El deslumbrante uso del color o la afición al juego meta-pictórico estaban bien metidos en su genética, pero asimismo una dicotomía íntima que definiría su carrera. Como decía José Antonio Moreno Galván, uno de los críticos más importantes de la época, en la reseña de su explosiva exposición de 1974, convivían en él dos ingredientes en apariencia contradictorios, “de una parte, un cierto geometrismo formal en las estructuras; de otra, un espontaneísmo anti formal y expresivo, a veces próximo al humor y a la caricatura”. En lo que se equivocaba el comentario de Moreno Galván era en considerar esa exposición, titulada “Papeles, recortables y collages” -un éxito rotundo entre los propios pintores-, el triunfo definitivo de la parte expresionista, gestual, de Giralt, en detrimento de su parte más fría y analítica. El tiempo demostraría que la dicotomía nunca le abandonaría, que a la aparente oscilación le regía un propósito secreto.
Los años 80 del siglo pasado llegaron a España como un vendaval: entraron en escena nuevos actores, desparecieron otros y algunos, como Giralt, se atrincheraron en sus cuarteles convirtiendo el desconcierto en una oportunidad para experimentar y romper con modos de hacer que peligrosamente podían derivar en el encorsetamiento. Yo viví intensamente esos años al frente de la Dirección General de Exposiciones del Ministerio de Cultura, comisariando exposiciones que nunca se habían visto en España o poniendo las bases de proyectos tan necesarios como el Centro de arte Reina Sofía (1986) que más tarde se convertiría en Museo Nacional (1988). Me vi con él muy intermitentemente. Alguna vez en Nueva York con nuestra común amiga Daniela Tilkin, alguna vez con Juan Muñoz… Por lo demás, él tampoco se prodigaba expositivamente y poco a poco llegué a perderle la pista. Ocasionalmente veía alguna obra suya en Arco, pero nunca la suficiente como para hacerme una idea cabal de la evolución de su trabajo.
En realidad, no me reencontré con él y con su obra hasta la década de los años 90, a través de sus exposiciones en las galerías Bárcena & Cía, Afinsa-Almirante y Metta. Su pintura, que había mantenido el colorido eclecticismo de los 70, el gusto por el juego con la palabra pintada y el collage, se mostraba en un punto óptimo de maduración. Las viejas dicotomías habían sido superadas -tal vez ese fue su plan desde el principio-, y todos los Giralt habidos confluían en una obra deslumbrante -emocional, irónica, desinhibida, culta, inequívocamente plástica- que no se parecía a la de nadie.
Cuando Juan Giralt murió en enero de 2007, después de empalmar tres maravillosas exposiciones en la Galería Machón que lo confirmaron como una de las figuras esenciales de la generación pictórica que protagonizó en España el cambio de siglo, me quedé con la duda triste de si su inmensa talla como artista sobreviviría a la injusticia de las modas, de los reseñistas de ocasión y de las perezosas sinergias que dominan a menudo el mercado artístico. De una conversación sobre ello con Manuel Borja-Villel nació la exposición antológica de Juan Giralt que ambos comisariamos en el Centro de Arte Museo Nacional Reina Sofía en la temporada 2015-2016. Me alegra mucho haber contribuido así a que la obra de Juan Giralt gane cada día, como parece, nuevos admiradores.